viernes, 4 de octubre de 2013

Te recomiendo este artículo de Roberto Hernández Montoya

Comparto este artículo de Roberto Hernández Montoya. Viene al pelo a propósito de la polémica en la asamblea venezolana sobre homofobia y acusaciones de corrupción. En la foto está él con sus hijos Hannah y Herman en Coro en el año 2000.

 
¡Aaay!

Roberto Hernández Montoya
Domingo 7 de abril de 1996

No sé qué dirán los lexicógrafos, pero ¡aaay! es una de las interjecciones más improductivas del castellano venezolano. No porque no se use y no genere enunciados expresivos; todo lo contrario: más que cualquier arma, aparato represivo o tortura, ha sido el disuasivo más formidable de nuestra historia.

Llega un programa para resolver las pensiones de los viejecitos y los minusválidos y un cínico lanza un ¡aaay! Hasta ahí llega el programa social. Un liceísta manifiesta apego por la poesía y un compañero avieso exhala un ¡aaay! que lo atrofia. Cada ¡aaay! que se ulula es un manifiesto terrorista, nihilista, saboteador y desahuciante, pues se dice también ante lo que se considera irremediable, lo sea o no.

No sé qué dirán los historiadores, pero estoy seguro de que Francisco de Miranda fracasó en Venezuela, después de triunfar en el mundo, porque algún sargento guasón lanzó un ¡aaay! al verle el aro girondino en la oreja.

Cuántos descubrimientos científicos, exploraciones y poemas chalequeados. No madrugamos a los gringos en la Luna y no templamos el acero antes que la Reunión Soviética por uno de esos inoportunos ¡aaayes!

No sé qué dirán los fonetistas, pero observo que este ¡aaay! se dice con los siguientes rasgos distintivos y suprasegmentales: falsete prolongado y sonrisita burlona —el falsete es opcional. Es en realidad elipsis de «¡aaay, se perdió esa cosecha!», «¡aaay, se perdieron esos reales!» o el machísimo «¡aaay, era hembra!» De ahí el terror de los que tuvimos la mala suerte de nacer varones, porque el ¡aaay! no nos deja disfrutar la virilidad con serenidad. No hay macho que aguante un ¡aaay! porque no hay nadie más cobarde que un macho. Me explico:

Me han asegurado que son pocas las ventajas de ser mujer, pero hay una prerrogativa radical que envidio: las mujeres no están obligadas a ser machos. En nuestra barbarie cotidiana al hombre no le basta ser hombre: tiene que ser macho. Y, como pasa con toda entelequia, nunca encontramos la machura. De ahí tantas guerras y pendencias callejeras, cuya única utilidad es demostrar que se es macho, por si acaso. Y ahí aprovechan las mujeres perversas —me han asegurado que las hay— para manipularnos, como hace la legión de Ladies Macbeth, poniendo en duda nuestra virilidad para soliviantarnos a lo que les dé la gana. Don Juan siempre tendrá una mujer más que seducir para probar —y probarse a sí mismo— su virilidad. Basta, pues, ser macho para que un ¡aaay! lo disuada especialmente de las empresas más nobles. Ese ¡aaay! reserva solo para las empresas más brutales.

Pero hay aún otro uso del ¡aaay!: cuando se presenta una oportunidad calva, cuando estamos en una larga cola y se abre otra taquilla y sobre todo cuando un corrupto encuentra una partida saqueable. Entonces resuena de nuevo el aterrador ¡aaay! Cuántos desfalcos y desvalijamientos nos debe este ¡aaay!, que, exactamente al contrario del paralizador anterior, es movilizador e instigador de las peores acciones porque encrespa el pavor de quedar como un bolsa que no aprovechó la facilona oportunidad.

Por eso sugiero a la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Otra, que, así como aceptó el vocablo millardo, prohíba, so pena de prisión a pan y agua, todo uso de ¡aaay!, aun con las mejores intenciones, que, dado lo dicho, son peores que las malas.

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