Se iba a llamar Gea y vendría a
aliviarle a Teo la carga de ser el único niño de la casa. Con ella
hubiera vuelto a preparar purecitos de malanga, hervir pomos en la
noche y lavar tandas de pañales. Solo que, al pensarlo mejor, Gea se
quedó en el deseo de otro hijo que no tuve. Me proyecté veinte años
más adelante, con los mismos problemas habitacionales que hoy y con
dos hijos casados que traerían a vivir a sus cónyuges a nuestro
apartamento. En un principio, los tres matrimonios trataríamos de
mantener la armonía, pero las peleas llegarían inevitablemente.
Nuestra casa sería como tantas, donde
habitan varias generaciones y una sorda batalla se desarrolla cada
día. El refrigerador quedaría dividido en tres zonas y las parejas
harían el amor en voz baja, ante la proximidad de las otras camas.
Llegarían nietos a compartir la habitación con los abuelos -en este
caso mi marido y yo- y a hacerles sentir que ya les estorban a los
más jóvenes. Los niños pasarían una buena parte del tiempo en el
pasillo o en la calle, a causa del poco espacio disponible en el
hogar. Se harían adolescentes y buscarían pareja, nuevos
potenciales inquilinos para esta casa a punto de reventar.
Si antes de los huracanes Gustav e Ike
mi generación y la de Teo debían esperar más de cuarenta años
para tener una vivienda, ahora el plazo ha traspasado los límites de
una vida humana. Junto con las tejas y las ventanas que se llevaron
los vientos también salieron volando nuestros sueños de tener un
techo propio. Donde no hay recursos para devolverles lo perdido a los
damnificados, ¿qué pueden esperar los que ni siquiera tenían algo?
Sin sentimentalismo: Gea se ha esfumado
del todo de mi vida, ahora sí no habrá espacio para ella.
Yoani Sánchez / 18 de septiembre de
2008 / “Cuba Libre”
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