Comparto este artículo de
Roberto Hernández Montoya. Viene al pelo a
propósito de la polémica en la asamblea venezolana sobre homofobia
y acusaciones de corrupción. En la foto está él con sus hijos
Hannah y Herman en Coro en el año 2000.
¡Aaay!
Roberto Hernández Montoya
Domingo 7 de abril de 1996
No sé qué dirán los
lexicógrafos, pero ¡aaay! es una de las interjecciones más
improductivas del castellano venezolano. No porque no se use y no
genere enunciados expresivos; todo lo contrario: más que cualquier
arma, aparato represivo o tortura, ha sido el disuasivo más
formidable de nuestra historia.
Llega un programa para
resolver las pensiones de los viejecitos y los minusválidos y un
cínico lanza un ¡aaay! Hasta ahí llega el programa social. Un
liceísta manifiesta apego por la poesía y un compañero avieso
exhala un ¡aaay! que lo atrofia. Cada ¡aaay! que se ulula es un
manifiesto terrorista, nihilista, saboteador y desahuciante, pues se
dice también ante lo que se considera irremediable, lo sea o no.
No sé qué dirán los
historiadores, pero estoy seguro de que Francisco de Miranda fracasó
en Venezuela, después de triunfar en el mundo, porque algún
sargento guasón lanzó un ¡aaay! al verle el aro girondino en la
oreja.
Cuántos descubrimientos
científicos, exploraciones y poemas chalequeados. No madrugamos a
los gringos en la Luna y no templamos el acero antes que la Reunión
Soviética por uno de esos inoportunos ¡aaayes!
No sé qué dirán los
fonetistas, pero observo que este ¡aaay! se dice con los siguientes
rasgos distintivos y suprasegmentales: falsete prolongado y sonrisita
burlona —el falsete es opcional. Es en realidad elipsis de «¡aaay,
se perdió esa cosecha!», «¡aaay, se perdieron esos reales!» o el
machísimo «¡aaay, era hembra!» De ahí el terror de los que
tuvimos la mala suerte de nacer varones, porque el ¡aaay! no nos
deja disfrutar la virilidad con serenidad. No hay macho que aguante
un ¡aaay! porque no hay nadie más cobarde que un macho. Me explico:
Me han asegurado que son
pocas las ventajas de ser mujer, pero hay una prerrogativa radical
que envidio: las mujeres no están obligadas a ser machos. En nuestra
barbarie cotidiana al hombre no le basta ser hombre: tiene que ser
macho. Y, como pasa con toda entelequia, nunca encontramos la
machura. De ahí tantas guerras y pendencias callejeras, cuya única
utilidad es demostrar que se es macho, por si acaso. Y ahí
aprovechan las mujeres perversas —me han asegurado que las hay—
para manipularnos, como hace la legión de Ladies Macbeth, poniendo
en duda nuestra virilidad para soliviantarnos a lo que les dé la
gana. Don Juan siempre tendrá una mujer más que seducir para probar
—y probarse a sí mismo— su virilidad. Basta, pues, ser macho
para que un ¡aaay! lo disuada especialmente de las empresas más
nobles. Ese ¡aaay! reserva solo para las empresas más brutales.
Pero hay aún otro uso del
¡aaay!: cuando se presenta una oportunidad calva, cuando estamos en
una larga cola y se abre otra taquilla y sobre todo cuando un
corrupto encuentra una partida saqueable. Entonces resuena de nuevo
el aterrador ¡aaay! Cuántos desfalcos y desvalijamientos nos debe
este ¡aaay!, que, exactamente al contrario del paralizador anterior,
es movilizador e instigador de las peores acciones porque encrespa el
pavor de quedar como un bolsa que no aprovechó la facilona
oportunidad.
Por eso sugiero a la
Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Otra, que,
así como aceptó el vocablo millardo, prohíba, so pena de prisión
a pan y agua, todo uso de ¡aaay!, aun con las mejores intenciones,
que, dado lo dicho, son peores que las malas.
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